Parecía una galería de arte. Cerca de veinticinco personas jóvenes, de entre dieciseis y diecisiete años, estaban sentadas con una terrible expresión de esceptiscismo en sus rostros, justo en frente de lo que parecía ser una pálida y desabrida estatua parlante, que no hacía más que repetir una sarta de palabras inconexas. Este grupo de jóvenes tenían mucho en común: casi la misma edad, intereses, formas de pensar; veían una franja en sus vidas, que se podría extender por muchos años, exitosamente. Era un futuro cercano, con muchos logros consumados, sintiéndose como verdaderas personas dentro de esta sociedad. Pero algo pasaba en ese momento. Se daban cuenta que estaban presenciando sólo un triste y aburrido monólogo, mientras sus aburridas mentes divagaban acerca de cómo perdían el tiempo. Y eso no era lo peor, sino que a medida que pensaban, se iban dando cuenta de que ese momento se repetiría por muchos años más. No podían hacer nada por deshacerse de ese ser de las tinieblas que no hacía nada más que repetir cual loro un montón de cosas que él creía interesante para la audiencia. Ya nadie podía aguantar más. Era la tiranía del conocimiento irrelevante que no hacía más que oprimir este grupo de jóvenes. No estoy diciendo que esa materia en cuestión no fuera interesante. Sí lo era. Pero no se puede prestar atención a algo para lo cual nadie quiere que concentres. Si ese carcelero intelectual pusiera un mínimo esfuerzo por interesar a su audiencia, los rostros de los presentes probablemente tendrían otra expresión. Por un momento el monólogo cesó. Había tanto silencio, que era posible escuchar claramente incluso el sonido de las manecillas del reloj, el cual, en complicidad con el locutor, no hacía un esfuerzo por apurar su ritmo. Muchas imágenes pasaban por la mente de estos muchachos. Algunos pensaban cuan crueles habían sido sus padres al introducirlos en esa mazmorra de la intelectualidad absurda. Otros, evocaban la parte primitiva y violenta del ser humano, implícita y escondida en lo recóndito de su ser durante generaciones, e imaginaban cuánto placer sería perceptible al destruir a este ente instructor con sus propias y desnudas manos. Veían claramente en sus mentes el cuerpo flácido y sangrante del orador, mientras festejaban su muerte, bailando en círculos con las manos ensangrentadas en lo alto, como ofrenda a imaginarios dioses.
Eso era mucho pedir. Sólo era un sueño. Una ilusión. La realidad era sustancialmente diferente. Ya el llegar a ser profesional llevaba por lo menos seis a siete años más de escuchar a estas personas carentes de identidad propia, y que se escudan tras la inocente rigidez de un cartón universitario. A pesar de muchas promesas, no se podía hacer nada para cambiar eso. Esos seres eran la autoridad dentro de la sala de clases. Estos jóvenes estaban abandonados a su suerte, ya que sus padres los habían entregado a estos seres nefastos disfrazados de sabios profesores. Se suponía que debían representar una figura paterna, pero realmente nunca han tenido ni tendrán interés en el bienestar de esos muchachos. Ellos sólo hacen su trabajo, les pagan por ser así, y los alumnos, en su condición de tal, los debían respetar, obedecer y ensalzar. Pero esa actitud no es recíproca. Ellos el único respeto que presentan por los alumnos, en muchas circunstancias, es porque los ven como quienes les proveen el cheque a fin de mes. Nada más.
Nadie puede hacer algo para cambiar este proceso. Nadie, menos aún ese mismo grupo de jóvenes. Ellos deben permanecer en silencio y sólo asumir esa nefasta realidad, la realidad del Sistema Educacional Chileno.

The Leviathan
No hay comentarios:
Publicar un comentario